Chile y su Identidad

 

Portada Revista Zig Zag, Centenario Independencia de Chile (1910)

Chile es un país singular. Una nación rica en cultura, historia, diversidad geográfica y étnica que sin embargo posee una cohesión social débil y una identidad como pueblo que siempre ha sido difusa, refractaria a sí misma y con una propensión asimismo a desconfiar de sí misma y a tener una actitud ambivalente con el otro, dependiendo de quién se trate ese otro claro está. Tenemos poco construido a nivel interior y eso se nota al momento de confrontarnos con nuestros vecinos, que muestran un orgullo por lo propio que se nos antoja raro, por mucho que nuestros patrioteros digan que están orgullosos de ser chilenos y que los progresistas reivindiquen lo originario como estandarte. Nada de eso pasa de ser una mera consigna que se esfuma apenas se pone un fajo de billetes sobre la mesa ¿Cómo es que construimos nuestra identidad como país? Esa es la pregunta que cabe hacerse si lo que se desea es ver cómo es que se ha llegado a esta situación tan paradójica.

La historia de nuestro país que se nos relata en las escuelas da cuenta de un encuentro violento en la génesis de nuestra historia, que es el mismo que en todas las demás naciones hispanoamericanas, entre el indígena y el español. En el caso chileno se nos suele decir que antes de la invasión europea existían muchas etnias diferentes, con distintos grados culturales, pero eso no pasa de ser un mero dato que no se profundiza, ya que la importante para el caso sólo es una, la mapuche. Los lican - antay, selknam o aonikenk muchas veces no pasan de ser meros nombres. Cuando se enseña el periodo de la Conquista en Chile se sigue repitiendo en cierto modo el paradigma creado por Ercilla en “La Araucana”: el de un combate épico entre dos pueblos (y sólo dos) por un espacio vital. Es la primera manera en que se borronea la diversidad cultural en nuestra memoria. No estamos diciendo que el aporte mapuche a la identidad nacional sea menor, porque no lo es, todo lo contrario, pero el hecho concreto es que el chileno medio conoce poco acerca de la manera en que los europeos han interactuado con los demás pueblos originarios de esta tierra. Es la primera manera en que se suele homogeneizar a través del relato histórico un país que nunca lo ha sido.


Segunda edición de la primera parte de "La Araucana" (1574)


Se nos dice también que la identidad chilena en cuanto tal se da como resultante de dicho binomio hispano-mapuche, pero ahí debiera ser cuando hay que frenar en seco y preguntarse en qué consiste la identidad chilena. Yo en lo particular llevo años haciéndome esa pregunta y no sé aún cuál es la respuesta. En Sudamérica se podría decir que hay varias zonas culturales y un par de países con una identidad nacional muy definida, separada del resto, que son Argentina y Brasil. Ecuador, Colombia y Venezuela tienen un patrimonio común que asoma por todos lados (partiendo por sus banderas), lo mismo Bolivia y Perú. Brasil nunca ha ejercido un influjo mayor en sus vecinos (a excepción de Uruguay), principalmente por la barrera idiomática. Argentina sí que lo ha hecho, no sólo en Uruguay y Paraguay, sino que en el sur de Chile también. La cultura del norte de nuestro país no se puede entender sin el influjo aymará y quechua (Bolivia y Perú). La zona central por su parte sería la que origina la identidad nacional como tal, producto de que el territorio original de Chile empezaba en Copiapó y terminaba en Concepción, y concretamente la zona entre Rancagua y Chillán sería la denominada “zona huasa”, punto de fuga de nuestra identidad que irradiaría hacia los extremos del territorio...

Pero ese relato es real o es una construcción arbitraria?

Habría que partir diciendo que todo relato nacional posee un cierto nivel de mitomanía. Nuestra intención al hacer esta pregunta es qué tan interesada es la construcción de dicho relato, qué pretende exaltar y qué pretende esconder. Habría que partir preguntándose qué tan real es la identidad oficial, esa del huaso y la china, la cueca preciocista y las fiestas patrias... hace muchos años ya que se sabe que es un relato ficticio, idealizado, acerca de la realidad del campo chileno en la zona central:

Esta versión del campo chileno se apoyaba en una concepción purista donde la imagen transfigurada del latifundista en huaso permanecía en una idílica relación con el paisaje, el inquilinaje y su pareja, la china, en un inexistente clima de armonía y quietud...”1


"El Huaso y la Lavandera", de Rugendas (1835), paradigma de la visión idílica del campo chileno.


La realidad era bastante más brutal: un sistema que en la práctica era feudal, con Derecho de Pernada incluido. Como el dueño de la pelota es el que determina el juego, se apresuró a crear un relato rural que en la práctica jamás existió más allá del círculo de latifundistas.

Habiendo esclarecido la forma en que se ha construido nuestra identidad “tradicional”2, esa que da cuenta de Chile como una entidad multicultural homogeneizada a la fuerza por la élite latifundista de la zona central durante sus años formativos, podemos hablar más a fondo de dos rasgos que son mucho más propios del ethos chileno: su desprecio por lo propio por una parte, y su filia por todo lo que viene desde fuera.

El desprecio por lo propio viene dado por el hecho mencionado anteriormente: la manera en que se ha construido la identidad nacional ha sido de espaldas a la cosmovisión que posee la generalidad de los chilenos. La élite por otra parte no ha hecho en nuestro país lo que han realizado las de otros países, que es transmitir su cosmivisión hacia abajo, tal como lo hicieron los propios europeos en América en su momento. Como su interés ha sido desde siempre meramente mercantil no se hizo nada por cultivar algo parecido a una cosmovisión dentro suyo. Se quedó con la cáscara de la rica tradición hispana como una mera seña de prestigio y miró con desprecio la cultura indígena y también la naciente cultura popular. Al no existir una cosmovisión arraigada en todas las capas de la sociedad es muy difícil hablar de una identidad, de algo que se pueda decir que poseamos todos en común, desde el más opulento al más humilde.

O mejor dicho sí existe, y de hecho siempre ha existido: lo que es propiamente nacional es lo que encuentra arraigado en la cultura popular: su música, su poesía, su arte. Toda la cultura popular nacional posee una articulación implícita que la convierte no sólo en un gran texto testimonial de su pueblo, sino que también en un espejo donde se refleja de manera profunda su alma y cómo ésta se conecta con la tierra que la ve crecer. Pero esta cultura ha sido objeto de un desprecio sistemático por parte de las clases dominantes de nuestro país, que la relegaron al olvido por un buen par de generaciones. A pesar de eso y de la apropiación de la que fue objeto por esta misma élite para dar forma a su folklore logró sobrevivir hasta hoy, aunque en estos tiempos se ve amenazada por otro flanco, que es el desarraigo profundo que este mismo pueblo posee ante su tradición.


Violeta Parra, epicentro absoluto de la cultura popular chilena.


Este último hecho se puede explicar como consecuencia del surgimiento de un tercer actor en el mapa social chileno, la clase media. La clase media chilena, como todas las clases medias del mundo, posee su propia crisis identitaria. Se encuentra conformada principalmente por gente de la clase baja que en virtud de su habilidad para los negocios logró salir de la pobreza. Una vez que se sale de la cloaca se busca eliminar cualquier rasgo que recuerde que se vino de allí, ya que es un lugar al que nunca se buscó pertenecer. Por otro lado la clase media busca asimilarse lo más posible a la élite, aunque ésta los rechace de manera sistemática. A la larga sin embargo, y en virtud de su dinero lo logran. Hoy en día la clase media (o mejor dicho la percepción de pertenencia a ésta) son mayoría en Chile, y de ahí surgen varios de nuestros vicios más propios: el clasismo y el desprecio por el pobre y también por las expresiones culturales de origen popular, a menos que se blanqueen, como en el caso de la horda de cantautores de los que fuimos víctimas hace algunos años. La clase media también desprecia la cultura popular porque le recuerda de dónde viene. Dicho esto, hay que decir del revival de lo indígena y lo folk entre las capas universitarias no es un aprendizaje o un rescate de la tradición mapuche por ejemplo, sino que es más una apropiación de ciertos elementos de la cultura indígena para integrarlos en su propia mezcolanza cultural, que integra otros elementos como los provenientes de Oriente por ejemplo, lo que es un enfoque más cercano a la New Age que a otra cosa. Este último punto también viene apuntalado por el rechazo de lo occidental, que paradójicamente viene apuntalado a su vez por ideologías provenientes de la Izquierda europea, lo cual nos lleva a la otra gran característica del ethos nacional: su amor por lo extranjero.

Como Chile nunca ha poseído una cultura material fuerte, como sí la posee Perú por ejemplo, la élite nacional siempre ha buscado identificarse con el mundo desarrollado, en concreto con Europa o con los Estados Unidos. Busca identificarse ideológicamente con esos centros de desarrollo, importan su cultura material (por eso el Santiago antiguo está lleno de edificios neoclásicos franceses por ejemplo y ahora se hacen rascacielos al más puro estilo norteamericano) y también lo más importante, las ideologías. Chile no se caracteriza por generar pensamiento original, más allá de las típicas excepciones, por lo cual importan todas las ideas desde fuera. Si vienen de Europa, mejor aún. En ese sentido (y en muchos más) somos el centro de prueba de las ideas para ver cuáles funcionan y cuáles no, para aplicarlas sin bajas en el mundo desarrollado. Incluso el indigenismo en boga hoy en día tiene un sustrato de origen occidental: la decolonialidad como tal a nivel epistémico guarda cierta relación con el relato marxista, y también con el posmoderno. También Chile se halla lleno de ideólogos de las derechas más esperpénticas, desde los anarcocapitalistas más indecentes hasta los neonazis no menos indecentes que siempre han estado mejor aquí que en Alemania. Todos los mencionados arriba, tanto progresistas como fascistoides, son dependientes a nivel mental de lo que llega del Norte, sin la menor intención de adaptar siquiera lo que leen en sus manuales a nuestra realidad, con resultados siempre desastrosos. Hacen recordar al médico medieval que al diseccionar un cuerpo y ver que lo que había dentro entraba en contradicción con lo que aparecía en su libro de anatomía no tenía reparos en echarle la culpa al muerto y no al tipo que escribió su texto de consulta.



La clase media que posee algún vínculo con el extranjero gusta asimismo de reivindicar sus propios orígenes, en particular si provienen de alguna casta mercantil inmigrante (sean éstos árabes, alemanes o judíos) y gusta de hacer gala de dicho exotismo, aunque sean nietos o bisnietos de dichos inmigrantes, completamente aculturizados y que no manejen ni siquiera el idioma de sus abuelos. Conviene puntualizar que esta identificación con un origen extranjero tiene dos condicionantes, la primera es que la casta en cuestión posea prestigio económico, la segunda es que el exotismo no sea tan exótico para que no sea motivo de sospechas. Si alguna de las dos condiciones no se cumple el asunto se torna problemático. El mejor ejemplo en ese sentido es la comunidad palestina, que cambió nombres, vestimenta y religión y se asimiló completamente para no ser objeto de discriminación por parte del resto. El dinero compra relaciones, pero no amistades. Para el resto de los huincas desarraigados y sin blanca, que son la gran mayoría en Chile, sólo le queda esperar que llegue la nueva moda, sea material o mental, y consumirla hasta que llegue una nueva ola, y así hasta el infinito.

¿Cómo escapar de esta situación? Para romper con esta situación habría que partir haciendo una revisión y una integración plena de todos los elementos que nos componen al día de hoy, y que ya se han mencionado de manera somera al inicio.

Hay que asumir que somos una comunidad diversa, pero no de diversidades separadas entre sí, ya que eso sólo fomentaría la fragmentación social y se caería en la trampa de los esencialismos étnicos. No somos un país blanco, pero tampoco somos un país indígena, como Bolivia por ejemplo. Somos una nación mestiza. Ese hecho, que para muchos es aún problemático, es el punto de partida principal a partir del cual debemos construir nuestra identidad como pueblo. Hemos sido un punto de intersección de múltiples culturas a lo largo de la historia, y lo seguimos siendo, y de seguro lo seguiremos siendo en el futuro. Entender ese hecho primordial es fundamental, sobre todo en medio de la ola migratoria que estamos viviendo actualmente y nos ayudaría a acabar con uno de los peores vicios que poseemos, que es el racismo, ejercido siempre con mayor fuerza por los más negros de entre nosostros.


Joane Florvil, símbolo y víctima de cómo el elemento extranjero en Chile es bienvenido en función de su color y de su poder adquisitivo.


Llegados a este punto nos vemos en la necesidad de constatar una realidad que por muy evidente que sea nunca será suficientemente recordada: Chile es un país de inmigración. No sólo eso, sino que es un país eminentemente multicultural. Si a alguien le molesta este hecho es preferible que se retire de aquí, porque no nos interesa la reivindicación de pureza nacional ni nada por el estilo. De hecho este último concepto es falso no sólo en el caso chileno o latino, sino que en todos los casos, y siempre se utiliza para subyugar a un otro que es molesto para el orden oficial. La misma cultura europea a la que tanto miramos como referencia es una amalgama de elementos (cultura griega/religión semita...) pero ese hecho se le olvida a los amantes de los esencialismos culturales, de derecha, pero también de izquierda.

Al asumir este hecho primordial se puede construir un proyecto político que ya no dependa de un relato fundacional ficticio, sino que dependa de un relato fundacional que esté enraizado principalmente en nuestra propia cultura popular, a la cual se le debe asumir sin intentar manipularla como se ha hecho durante tantas generaciones. Una vez que asumamos nuestra propia riqueza cultural (mestiza, indígena, europea y popular a la vez) seremos capaces de salir de ese complejo de inferioridad tan triste que hasta el día de hoy debe ser la única constante real en nuestra forma de entendernos a nosotros mismos.


1Fabio Salas Zúñiga, “La Primavera Terrestre, Cartografías del Rock Chileno y la Nueva Canción Chilena”, cap “La Nueva Canción Chilena”

2Lo ponemos entre comillas porque entendemos la tradición como una idea que articula a la sociedad en su conjunto en virtud de algún ideal trascendente, dándole un sentido profundo de pertenencia a aquéllos que la integran, cosa que no se ve por ningún lado en la visión latifundista chilena.







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