Filosofía y Pedagogía
“El filósofo es un profesor y un director de conciencia que no pretende exponer su visión del universo, sino formar discípulos gracias a unos ejercicios espirituales”
(Pierre Hadot)
Todo profesor debiera tener algo de filósofo. Con esto no nos referimos a que sea un conocedor profundo de autores y libros del tema, sino que debiese poseer un amor genuino por el conocimiento, por querer aprender al fin y al cabo. Si no posee ese amor por el conocimiento no puede esperar que los que asisten a sus clases se entusiasmen por asimilar lo que les enseña ¿Son los docentes de hoy en día amantes del saber? Sí y no. Muchos se ven obligados a la docencia porque hay que comer, así que no poseen la nunca bien ponderada vocación y como corolario se podría decir que el amor al conocimiento tampoco lo poseen muy desarrollado. Pero incluso aquellos que poseen ese amor se ven enfrentados a un hecho patente, que es que el sistema educacional no fomenta el amor al conocimiento (recordemos a Zappa cuando dice: "La información no es conocimiento, el conocimiento no es sabiduría...") Lo que incentiva el sistema educacional es la absorción de información, de datos y de habilidades que sean funcionales para que los estudiantes encajen de buena manera en el mercado laboral. Nada más ni nada menos. En la sociedad tecnocrática sólo el manejo de la técnica es importante, y para ese tipo de enseñanza sólo se necesita una escuela que sea homóloga a la fábrica, que genera un producto en serie que no necesita distinguirse del resto. De hecho, mientras más parecido al prototipo mejor. Si posee algo que es diferente es considerado un producto fallido y por lo tanto inútil para su utilización.
En el sistema educacional actual, por mucho que la oficialidad insista en lo contrario, las grandes interrogantes de la existencia (las que generan conocimiento al intentar responderse) no existen. No existen porque no se pueden contestar en la estrechez agobiante de un marco curricular, y por lo tanto no se pueden “enseñar”. Y es que esas interrogantes escapan a cualquier iniciativa, sea estatal o privada. No se pueden enmarcar o constreñir a un modelo de enseñanza. Son más grandes que la enseñanza y que la vida misma. Y por lo mismo es imperativo abordarlas.
Un buen profesor sin embargo debiese ser capaz de introducir en sus alumnos la curiosidad por dichas interrogantes, justamente a través de su propia área de conocimiento. Muchas veces la clásica pregunta de los estudiantes al profesor (¿para qué sirve esto?) queda sin respuesta, ya que el propio profesor nunca se la ha hecho a sí mismo, lo cual es bastante patético a decir verdad. Si no entiendes el porqué de tu propia labor no eres más que un mero peón y le estás enseñando a tus alumnos a ser un peón, y para eso es preferible que dejes de enseñar y te dediques a hacer otra cosa en la que no hagas tanto daño a tu prójimo.
Sócrates y Confucio por ejemplo fueron ante todo profesores en el sentido estricto de la palabra: disfrutaban enseñar a sus discípulos, pero ante todo disfrutaban del hecho de que éstos les preguntasen para poder ir un poco más allá de la propia enseñanza y construir conocimiento nuevo a partir de las interrogantes que les hacían. En ambos casos pareció que araban en el mar, pero el tiempo les dio la razón: al primero se le recuerda como el punto de partida de una interminable tradición filosófica y los discípulos del segundo terminarían por darle a China el molde ideológico que posee hasta el día de hoy. Ambos fueron ante todo maestros orales, preferían transmitir de manera directa su conocimiento antes de armar gruesos volúmenes que no leen sino los especialistas, todo lo contrario a los filósofos profesionales de nuestro tiempo. Prácticamente todos los fundadores de las grandes religiones del mundo también optaron por esa vía, porque entendían que de esa manera se mantenía más viva la enseñanza en lugar de ir a consultar un libro, que por definición es una experiencia indirecta.
En el fondo es ése el espíritu que debiera servir para movilizar el trabajo pedagógico, pero que muchas veces muere ahogado en burocracias, planificaciones y otras metas que tienen más de Kafka que de otra cosa. Pero vale la pena el esfuerzo, aunque el resultado sea escaso a primera vista, porque como ya dijimos se trata de tareas a largo plazo, que las que de seguro no veremos sus resultados en vida.
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