La Religión y el Gobierno, por Friedrich Nietszche
Mientras el Estado o, más
exactamente, el gobierno se sienta
obligado a ser el tutor de una masa
infantil y se plantee la cuestión de saber
si debe mantener la religión, como tiene
por costumbre, o eliminarla, es
sumamente probable que se decidirá
siempre por el sostenimiento de la
religión. Porque la religión garantiza la
paz interior a los individuos en períodos
de frustración, de privaciones, de terror,
de desconfianza, es decir, en momentos
en que el gobierno se siente incapaz de
hacer directamente algo para aliviar los
sufrimientos morales de los particulares;
aún más, incluso en casos de
calamidades generales, imprevisibles y
de todo punto irremediables (hambres,
crisis monetarias, guerras), la religión
asegura una actitud más tranquila,
expectante y confiada por parte de la
masa. Allí donde los fallos necesarios o
fortuitos del gobierno o las
consecuencias peligrosas de intereses
dinásticos saltan a la vista del hombre
perspicaz y lo disponen a la rebelión,
los demás, menos perspicaces, creerán
ver el dedo de Dios y se someterán con
paciencia a los designios de lo alto
(noción en la que suelen confundirse los
actos de gobierno divinos y humanos).
De este modo, se verá salvaguardada la
paz civil interior, así como la
continuidad de la evolución. El poder
que radica en la unidad de sentimientos
del pueblo, en la identidad de opiniones
y en la semejanza de metas para todos,
es protegido y ratificado por la religión,
a excepción de los pocos casos en que
el clero no llega a ponerse de acuerdo
con la autoridad pública sobre el precio
y entra en lucha con ella.
Ordinariamente, el Estado sabrá
atraerse a los sacerdotes porque
necesita ese arte suyo tan privado y
secreto de educar a las almas y porque
es capaz de apreciar a unos servidores
que obran en apariencia y externamente
en nombre de intereses muy diferentes.
Sin la ayuda de los sacerdotes, ningún
poder, ni siquiera actualmente, puede
llegar a «legitimarse»: esto es algo que
comprendió Napoleón. Así, la tutela del
gobierno absoluto y el mantenimiento
vigilante de la religión corren
necesariamente parejos. En tal caso,
cabe admitir que las personas y las
clases dirigentes son conscientes de la
utilidad que les reporta la religión, y se
sienten por esto superiores a ella en
cierta medida, puesto que la emplean
como un medio: esta es la razón de que
tenga aquí su origen la libertad de
pensamiento. Pero ¿qué se puede decir
ahora que empieza a imponerse esa
concepción totalmente diferente de la
idea de gobierno que se enseña en los
Estados democráticos y que ya no ve en
dicho gobierno, sino el instrumento de la
voluntad popular, no una instancia
superior frente a una instancia inferior,
sino sencillamente una función de ese
único soberano que es el pueblo? Aquí,
el gobierno no puede sino adoptar la
misma posición que el pueblo respecto a
la religión; toda difusión del
pensamiento ilustrado deberá repercutir
hasta en sus representantes; apenas será
ya posible utilizar y explotar los
impulsos y los consuelos religiosos con
fines políticos (a menos que algún líder
poderoso de un partido ejerza
temporalmente una influencia semejante
en apariencia a la del despotismo
ilustrado).
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Detalle de "La Coronación de Napoleón", de Jaqcues Louis David (1807) |
Pero cuando el Estado ya no pueda
beneficiarse de la religión o el pueblo
sustente opiniones demasiado diversas
sobre las cuestiones religiosas como
para permitir al gobierno aplicar un
procedimiento homogéneo y uniforme a
la hora de tomar medidas en la materia,
la solución a la que se llegará
necesariamente será considerar la
religión como un asunto privado y
remitirla a la conciencia y a la
costumbre de cada uno en particular. La
consecuencia inmediata será que el
sentimiento religioso parecerá
fortalecido, en el sentido de que
entonces estallarán, impulsadas hasta
extremos delirantes, las tendencias
secretas y reprimidas que el Estado,
voluntaria o involuntariamente,
sofocaba; más tarde se caerá en la
cuenta de que la religión había
desaparecido bajo la proliferación de
sectas y que, desde el momento en que
se dejó que la religión fuera un asunto
privado, se habían sembrado
profusamente dientes de dragón. El
espectáculo de los conflictos y del
descubrimiento hostil de todos los
puntos flacos de las confesiones
religiosas no dejará a los individuos
mejores y más dotados otro camino que
convertir la irreligión en un asunto
privado: mentalidad que afectará incluso
al espíritu de los gobernantes, los
cuales, en contra de su voluntad, darán a
las medidas que adopten un carácter
antirreligioso. En cuanto esto suceda, la
disposición de las personas animadas
aún por sentimientos religiosos, que
antes adoraban en el Estado algo parcial
o totalmente sagrado, se convertirá en
una disposición abiertamente hostil al
Estado: tales personas rechazarán
violentamente las medidas del gobierno,
tratarán de paralizarlo, de cortarle el
paso, de asediarlo todo lo que puedan, y
producirán así, en el sector contrario, el
sector irreligioso, impulsado por el
ardor de su propia oposición, un
entusiasmo casi fanático por el Estado; a
lo que vendrá a añadirse el efecto de un
fermento secreto, porque desde que ese
sector rompió con la religión, sintió un
vacío en su alma que tratará de rellenar
con ese sucedáneo provisional, con esa
especie de sustitutivo que es la devoción
por el Estado. Después de estas luchas
de transición, tal vez de larga duración,
se resolverá al fin la cuestión de saber
si los sectores religiosos tienen aún la
suficiente fuerza para dar marcha atrás y
resucitar el antiguo estado de cosas; en
cuyo caso, o bien se hará cargo del
Estado el despotismo ilustrado (quizás
menos ilustrado y más timorato que
antes), o bien lo harán los sectores
irreligiosos, los cuales acabarán
haciendo imposible la perpetuación de
sus adversarios, posiblemente mediante
la escuela y la educación, después de
haberla obstaculizado durante varias
generaciones.
Pero entonces también disminuirá en
ellos su entusiasmo por el Estado,
porque parecerá cada vez más claro que
al quebrantarse esa adoración religiosa,
para la que el Estado es una institución
misteriosa y sobrenatural, se ha
quebrantado también toda la veneración
y la piedad que se sentía hacia él. En lo
sucesivo, los individuos no considerarán
ya más que el aspecto en que el Estado
puede serles útil o nocivo, y aplicarán
todos los medios a su alcance para
mantenerlo a raya. Ahora bien, este
enfrentamiento será pronto demasiado
fuerte, los hombres y los partidos
cambiarán demasiado pronto, se
lanzarán unos a otros al pie de la
montaña, apenas llegados a su cima, en
un desorden salvaje. Todas las medidas
que imponga un gobierno carecerán de
toda garantía de duración; se retrocederá
ante empresas cuyos frutos sólo
madurarían tras decenas o centenas de
años de crecimiento tranquilo. Nadie
sentirá ya otra inclinación ante la ley
que la de inclinarse ante la fuerza que la
haya impuesto; pero pronto se dedicarán
a minarla mediante la constitución de
una nueva mayoría. A la postre,
podemos afirmar con certeza, la
desconfianza hacia todo lo tocante al
gobierno y la comprensión de todo lo
que tienen de inútil y de agotador estas
jadeantes luchas no podrán menos que
impulsar a los hombres a una decisión
radicalmente nueva: Suprimir la noción
de Estado, abolir la oposición entre «lo
público y lo privado». Las sociedades
privadas asumirán progresivamente los
asuntos de Estado; hasta el resto más
coriáceo que subsista de la vieja acción
de gobierno (por ejemplo, su función de
salvaguardar a los particulares frente a
los particulares) caerá algún día en
manos de los empresarios privados. El
descrédito, la decadencia y la muerte
del Estado, la emancipación del
particular (me guardo mucho de decir:
del individuo) son la consecuencia de la
concepción democrática del Estado: ésta
es su misión.
Una vez cumplida su tarea (que,
como todo lo humano, comporta mucha
razón y mucha sinrazón), una vez
superadas todas las recaídas en la vieja
enfermedad, se escribirá una nueva
página en el libro de fábulas de la
humanidad, en la que podrá leerse toda
clase de historias extrañas, quizás
también con algunos buenos pasajes
Resumamos brevemente todo lo
dicho hasta aquí: el interés del gobierno
en su papel de tutela y el interés de la
religión corren hasta tal punto parejos,
que desde el momento en que esta última
inicia su declive, se quebrantan
igualmente los fundamentos del Estado.
La creencia en el orden divino de las
cuestiones políticas, en el misterio de la
existencia del Estado, es de origen
religioso: si llega a desaparecer la
religión, el Estado perderá
inevitablemente su antiguo velo de Isis y
dejará de inspirar veneración. La
soberanía del pueblo, vista de cerca,
servirá para disipar también los últimos
restos de magia y de superstición en el
campo de estos sentimientos; la
democracia moderna será la forma
histórica de la decadencia del Estado.
La perspectiva resultante de esta
decadencia cierta no es, sin embargo,
catastrófica en todos los aspectos: el
buen sentido y el egoísmo de los
hombres son sus cualidades mejor
desarrolladas: cuando el Estado no
responda ya a las exigencias de estas
fuerzas, triunfará sobre este una
invención más eficaz de lo que era él y
no se producirá ni mucho menos una
situación caótica. Ya son numerosas las
fuerzas organizativas que la humanidad
ha visto perecer, por ejemplo, la de la
comunidad de raza, que fue durante
milenios mucho más poderosa que la de
la familia, y que disponía del poder y de
la organización mucho antes de que ésta
se constituyese. Nosotros mismos vemos
que día a día empalidece y se debilita la
idea fundamental del derecho y del
poder de la familia, que antiguamente
imperaba en todo el ámbito del mundo
romano. De igual modo, futuras
generaciones verán que el Estado pierde
toda su importancia, pese a que hoy esta
suposición inspira espanto y horror a
muchos. Bien es cierto que trabajar en
la propagación y en la realización de
esta idea es algo muy diferente: hay que
sustentar una opinión muy ambiciosa
acerca de su racionalidad y no entender
la historia más que a medias para poner
la mano en el arado, cuando nadie es
todavía capaz de mostrar las semillas
que tratará de sembrar en el terreno
labrado. ¡Confiemos, entonces, en «el
buen sentido y en el egoísmo humanos»
para dejar que siga subsistiendo un
cierto tiempo el Estado y para detener
los intentos destructivos de aquéllos
que, con un saber a medias, se muestran,
excesivamente celosos y precipitados!
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