La Religión y el Gobierno, por Friedrich Nietszche

Nietzsche por Edvard Munch (1906)

Tengo que partir diciendo que siempre he sido un admirador del bigote. No siempre concuerdo con lo que dice pero creo que a él le hubiese gustado que fuese así. Me gusta ese afán de tirarse a los leones, de mojarse el potito, su falta de miedo. Es una actitud que hace falta en el mundo de hoy, donde mucha gente se guarda de decir cosas por miedo a la censura social (y a quedarse sin trabajo, la deshonra máxima de nuestro tiempo). Filósofo incómodo del cual todos han intentado sacar provecho, desde neonazis hasta progres, sin embargo a más de cien años de su muerte no se deja domesticar y sigue ganando sus batallas cual Cid Campeador.

Su capacidad de ver más allá de lo evidente se hace patente al meditar sobre el futuro de la sociedad que le tocó vivir. Su sentido predictivo es tal que llega a dar escalofríos sobre lo preciso que puede llegar a ser. Acá va un fragmento de su "Humano, demasiado Humano" a modo de muestra:


Mientras el Estado o, más exactamente, el gobierno se sienta obligado a ser el tutor de una masa infantil y se plantee la cuestión de saber si debe mantener la religión, como tiene por costumbre, o eliminarla, es sumamente probable que se decidirá siempre por el sostenimiento de la religión. Porque la religión garantiza la paz interior a los individuos en períodos de frustración, de privaciones, de terror, de desconfianza, es decir, en momentos en que el gobierno se siente incapaz de hacer directamente algo para aliviar los sufrimientos morales de los particulares; aún más, incluso en casos de calamidades generales, imprevisibles y de todo punto irremediables (hambres, crisis monetarias, guerras), la religión asegura una actitud más tranquila, expectante y confiada por parte de la masa. Allí donde los fallos necesarios o fortuitos del gobierno o las consecuencias peligrosas de intereses dinásticos saltan a la vista del hombre perspicaz y lo disponen a la rebelión, los demás, menos perspicaces, creerán ver el dedo de Dios y se someterán con paciencia a los designios de lo alto (noción en la que suelen confundirse los actos de gobierno divinos y humanos). De este modo, se verá salvaguardada la paz civil interior, así como la continuidad de la evolución. El poder que radica en la unidad de sentimientos del pueblo, en la identidad de opiniones y en la semejanza de metas para todos, es protegido y ratificado por la religión, a excepción de los pocos casos en que el clero no llega a ponerse de acuerdo con la autoridad pública sobre el precio y entra en lucha con ella.

 Ordinariamente, el Estado sabrá atraerse a los sacerdotes porque necesita ese arte suyo tan privado y secreto de educar a las almas y porque es capaz de apreciar a unos servidores que obran en apariencia y externamente en nombre de intereses muy diferentes. Sin la ayuda de los sacerdotes, ningún poder, ni siquiera actualmente, puede llegar a «legitimarse»: esto es algo que comprendió Napoleón. Así, la tutela del gobierno absoluto y el mantenimiento vigilante de la religión corren necesariamente parejos. En tal caso, cabe admitir que las personas y las clases dirigentes son conscientes de la utilidad que les reporta la religión, y se sienten por esto superiores a ella en cierta medida, puesto que la emplean como un medio: esta es la razón de que tenga aquí su origen la libertad de pensamiento. Pero ¿qué se puede decir ahora que empieza a imponerse esa concepción totalmente diferente de la idea de gobierno que se enseña en los Estados democráticos y que ya no ve en dicho gobierno, sino el instrumento de la voluntad popular, no una instancia superior frente a una instancia inferior, sino sencillamente una función de ese único soberano que es el pueblo? Aquí, el gobierno no puede sino adoptar la misma posición que el pueblo respecto a la religión; toda difusión del pensamiento ilustrado deberá repercutir hasta en sus representantes; apenas será ya posible utilizar y explotar los impulsos y los consuelos religiosos con fines políticos (a menos que algún líder poderoso de un partido ejerza temporalmente una influencia semejante en apariencia a la del despotismo ilustrado).

Detalle de "La Coronación de Napoleón", de Jaqcues Louis David (1807)


Pero cuando el Estado ya no pueda beneficiarse de la religión o el pueblo sustente opiniones demasiado diversas sobre las cuestiones religiosas como para permitir al gobierno aplicar un procedimiento homogéneo y uniforme a la hora de tomar medidas en la materia, la solución a la que se llegará necesariamente será considerar la religión como un asunto privado y remitirla a la conciencia y a la costumbre de cada uno en particular. La consecuencia inmediata será que el sentimiento religioso parecerá fortalecido, en el sentido de que entonces estallarán, impulsadas hasta extremos delirantes, las tendencias secretas y reprimidas que el Estado, voluntaria o involuntariamente, sofocaba; más tarde se caerá en la cuenta de que la religión había desaparecido bajo la proliferación de sectas y que, desde el momento en que se dejó que la religión fuera un asunto privado, se habían sembrado profusamente dientes de dragón. El espectáculo de los conflictos y del descubrimiento hostil de todos los puntos flacos de las confesiones religiosas no dejará a los individuos mejores y más dotados otro camino que convertir la irreligión en un asunto privado: mentalidad que afectará incluso al espíritu de los gobernantes, los cuales, en contra de su voluntad, darán a las medidas que adopten un carácter antirreligioso. En cuanto esto suceda, la disposición de las personas animadas aún por sentimientos religiosos, que antes adoraban en el Estado algo parcial o totalmente sagrado, se convertirá en una disposición abiertamente hostil al Estado: tales personas rechazarán violentamente las medidas del gobierno, tratarán de paralizarlo, de cortarle el paso, de asediarlo todo lo que puedan, y producirán así, en el sector contrario, el sector irreligioso, impulsado por el ardor de su propia oposición, un entusiasmo casi fanático por el Estado; a lo que vendrá a añadirse el efecto de un fermento secreto, porque desde que ese sector rompió con la religión, sintió un vacío en su alma que tratará de rellenar con ese sucedáneo provisional, con esa especie de sustitutivo que es la devoción por el Estado. Después de estas luchas de transición, tal vez de larga duración, se resolverá al fin la cuestión de saber si los sectores religiosos tienen aún la suficiente fuerza para dar marcha atrás y resucitar el antiguo estado de cosas; en cuyo caso, o bien se hará cargo del Estado el despotismo ilustrado (quizás menos ilustrado y más timorato que antes), o bien lo harán los sectores irreligiosos, los cuales acabarán haciendo imposible la perpetuación de sus adversarios, posiblemente mediante la escuela y la educación, después de haberla obstaculizado durante varias generaciones.

 Pero entonces también disminuirá en ellos su entusiasmo por el Estado, porque parecerá cada vez más claro que al quebrantarse esa adoración religiosa, para la que el Estado es una institución misteriosa y sobrenatural, se ha quebrantado también toda la veneración y la piedad que se sentía hacia él. En lo sucesivo, los individuos no considerarán ya más que el aspecto en que el Estado puede serles útil o nocivo, y aplicarán todos los medios a su alcance para mantenerlo a raya. Ahora bien, este enfrentamiento será pronto demasiado fuerte, los hombres y los partidos cambiarán demasiado pronto, se lanzarán unos a otros al pie de la montaña, apenas llegados a su cima, en un desorden salvaje. Todas las medidas que imponga un gobierno carecerán de toda garantía de duración; se retrocederá ante empresas cuyos frutos sólo madurarían tras decenas o centenas de años de crecimiento tranquilo. Nadie sentirá ya otra inclinación ante la ley que la de inclinarse ante la fuerza que la haya impuesto; pero pronto se dedicarán a minarla mediante la constitución de una nueva mayoría. A la postre, podemos afirmar con certeza, la desconfianza hacia todo lo tocante al gobierno y la comprensión de todo lo que tienen de inútil y de agotador estas jadeantes luchas no podrán menos que impulsar a los hombres a una decisión radicalmente nueva: Suprimir la noción de Estado, abolir la oposición entre «lo público y lo privado». Las sociedades privadas asumirán progresivamente los asuntos de Estado; hasta el resto más coriáceo que subsista de la vieja acción de gobierno (por ejemplo, su función de salvaguardar a los particulares frente a los particulares) caerá algún día en manos de los empresarios privados. El descrédito, la decadencia y la muerte del Estado, la emancipación del particular (me guardo mucho de decir: del individuo) son la consecuencia de la concepción democrática del Estado: ésta es su misión.

Una vez cumplida su tarea (que, como todo lo humano, comporta mucha razón y mucha sinrazón), una vez superadas todas las recaídas en la vieja enfermedad, se escribirá una nueva página en el libro de fábulas de la humanidad, en la que podrá leerse toda clase de historias extrañas, quizás también con algunos buenos pasajes

Resumamos brevemente todo lo dicho hasta aquí: el interés del gobierno en su papel de tutela y el interés de la religión corren hasta tal punto parejos, que desde el momento en que esta última inicia su declive, se quebrantan igualmente los fundamentos del Estado. La creencia en el orden divino de las cuestiones políticas, en el misterio de la existencia del Estado, es de origen religioso: si llega a desaparecer la religión, el Estado perderá inevitablemente su antiguo velo de Isis y dejará de inspirar veneración. La soberanía del pueblo, vista de cerca, servirá para disipar también los últimos restos de magia y de superstición en el campo de estos sentimientos; la democracia moderna será la forma histórica de la decadencia del Estado. La perspectiva resultante de esta decadencia cierta no es, sin embargo, catastrófica en todos los aspectos: el buen sentido y el egoísmo de los hombres son sus cualidades mejor desarrolladas: cuando el Estado no responda ya a las exigencias de estas fuerzas, triunfará sobre este una invención más eficaz de lo que era él y no se producirá ni mucho menos una situación caótica. Ya son numerosas las fuerzas organizativas que la humanidad ha visto perecer, por ejemplo, la de la comunidad de raza, que fue durante milenios mucho más poderosa que la de la familia, y que disponía del poder y de la organización mucho antes de que ésta se constituyese. Nosotros mismos vemos que día a día empalidece y se debilita la idea fundamental del derecho y del poder de la familia, que antiguamente imperaba en todo el ámbito del mundo romano. De igual modo, futuras generaciones verán que el Estado pierde toda su importancia, pese a que hoy esta suposición inspira espanto y horror a muchos. Bien es cierto que trabajar en la propagación y en la realización de esta idea es algo muy diferente: hay que sustentar una opinión muy ambiciosa acerca de su racionalidad y no entender la historia más que a medias para poner la mano en el arado, cuando nadie es todavía capaz de mostrar las semillas que tratará de sembrar en el terreno labrado. ¡Confiemos, entonces, en «el buen sentido y en el egoísmo humanos» para dejar que siga subsistiendo un cierto tiempo el Estado y para detener los intentos destructivos de aquéllos que, con un saber a medias, se muestran, excesivamente celosos y precipitados!

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